La guacamaya se elevó por encima de la ceiba de 30 metros y desplegó sus alas en lo más alto del cielo, dejando ver un deslumbrante arco iris que opacaba al mismo sol. El río murmuraba suavemente de alegría al verla volar tan libre por el firmamento, mientras los hombres dejaban a un lado su azadón y su sombrero para contemplarla maravillados. ¡Qué momento mágico! Más tarde pasó una manada de unos once monos capuchinos que regresaban a lo profundo del bosque, e indicaban que el día llegaría a su fin. Era hora de volver a casa porque por esos días rondaba por aquella tierra el poderoso felino de profunda mirada, el rey jaguar. La abundancia era la premisa en una tierra que estaba destinada a convertirse en el paraíso.
Después pasaron 40 años y los únicos animales que hoy se asoman por ahí, por la bella tierra llana en el oriente colombiano, son unos perritos criollos un tanto enfermos, un miquito encadenado y un triste tucán al que le cortaron las alitas para que no escapara, y que se la pasa gimiendo en una palmera que algún empresario plantó en el jardín de lo que se convirtió en un no tan próspero negocio. El murmullo del río se apagó también y de la ceiba no quedó ni rastro. En menos de cuarenta años se extinguieron el 52 % de las especies salvajes de Colombia y se talaron más de la mitad de sus bosques, pero esto es algo que no nos importa mucho porque vivimos enjaulados, aislados de la realidad en un diminuto apartamento y en una oficinita de unos 40 metros que se convirtieron en nuestra prisión.
Ahora los niños piensan que el agua viene de la llave y que la leche crece en una caja. Incluso algunos adultos en medio de su ingenuidad no saben que las f rutas se dan por temporadas y que el hecho de que haya, por ejemplo, granadilla o piña cada día en el supermercado, representa un gran problema para el ambiente y para la salud humana.
Lo que ignoran los que están encarcelados en las ciudades es que la salud humana depende enteramente de la biodiversidad. Y si se cree poco ambientalista o le aburren estos temas, deje que le ponga solo dos ejemplos sencillos para que se empiece a preocupar. El dengue y el chikunguña son una epidemia en el país porque hemos acabado con los depredadores naturales del mosquito. Expulsamos las ranas y las lagartijas, y exterminamos a las arañas; de esta forma prolifera sin control el Aedes aegypti, vector que transmite la enfermedad, y no habrá estrategias de salud pública que logren controlarlo. Pero si esto les parece insignificante, este otro ejemplo tal vez les haga entrar en razón. La Catharanthus roseus, conocida comúnmente como vinca rosea o de Madagascar, es una planta en vía de extinción. Sé que les puede parecer insignificante, pero si un familiar de ustedes o ustedes mismos –Dios no lo quiera- padecen algún día de leucemia o de un linfoma, estarán condenados porque de ella se extraen los principios activos de la Vincristina y la Viblastina, dos medicamentos fundamentales que hacen parte del tratamiento para estas dos enfermedades. Para que hagan cuentas, el 80 % de los medicamentos que utilizamos para tratar todas las enfermedades actuales provienen de la naturaleza y, sin ella, sin su basta y bellísima biodiversidad, pueden decirle adiós a las medicinas y empezar a pensar nuevamente en un montón de muertes prematuras.
Señores padres, pueden darles lo que quieran, todo lo que se les ocurra a sus hijos: los celulares más costosos a temprana edad, tabletas electrónicas en vez de cuadernos, lujosos carros, educación de primera, ropa hermosísima y a la moda, viajes por todo el mundo, miles de experiencias, pero los están condenando a vivir en un futuro lleno de miseria. Jamás les podrán regalar el planeta que ustedes se están consumiendo a un ritmo insostenible y que les están enseñando a devorar. Si no tomamos consciencia ahora que aún nos queda medio planeta, en unos pocos años nos veremos obligados a pasar hambre, convivir con enfermedades que en otros tiempos eran curables y a ver a nuestros hijos y nietos sufrir por nuestro modo de vida descontrolado. Debemos repensar la forma en la que estamos viviendo y darle un sentido más profundo a nuestra existencia, que no se limite únicamente a consumir. Como dice mi esposa, si uno de verdad quiere a sus hijos, el mejor regalo que uno les puede dar es un planeta. Pero entonces, ¿cómo podemos adaptar nuestra forma de vivir?
Malos padres (parte II)
Ojalá que nuestros hijos nos sepan educar en temas ambientales, ojalá que ellos sí se cuestionen la vida que llevamos.
3:09 a.m. | 18 de noviembre de 2014
Posé mis labios sobre él y empecé a sorber con prisa como si mi vida dependiera de ello. Entre tanto miraba cómo todos los labios de aquel restaurante besaban de diferentes formas los delgados y esbeltos pitillos. Pero no fue hasta que el sabor de la mora helada tocó mi paladar cuando pude percatarme del daño que había hecho. En ese momento vino a mi memoria el recuerdo de mi infancia, de un mundo en el que no había pitillos, en el que todos los hombres y mujeres podíamos beber directamente del vaso o la botella y a nadie le importaba. No sé cuándo ni dónde empezó esa moda inútil que ahora se convirtió en la norma. En todos los restaurantes y cafeterías del país siempre acompañan las bebidas co n ese artefacto, que se volvió indispensable. Después de 10 minutos de estar allí, el jugo y mi sed habían desaparecido, pero el pitillo aún tardaría cerca de más de 100 años en degradarse.
El mundo está lleno de objetos absolutamente innecesarios, que lo único que hacen es acabar con el ambiente, y nuestro estilo de vida, ese que tanto amamos, está condenando sobre todo a nuestros hijos. Por vivir en la ciudad hemos olvidados los aspectos más básicos de la vida sobre la Tierra. Todo está conectado y todos dependemos de todo. El hombre más rico les debe su vida a la abeja, las lombrices y hasta del estiércol de las vacas. El más pobre depende también de la araña, la lagartija y la serpiente para mantenerse sano. Y cada elemento contaminante que utilizamos acaba un poco con nuestra existencia y con la de las generaciones venideras.
Ejemplos tengo miles, pero citaré los más cercanos. En la Fundación Santa Fe de Bogotá se adelantó un estudio con mujeres lactantes no expuestas a ninguna clase de químicos, en las que se encontró que su leche materna estaba contaminada con pesticidas. La explicación más probable estaba en el veneno que se utiliza para hacer viables los extensísimos monocultivos que abastecen a las grandes superficies. Es decir, estamos consumiendo comida envenenada y matando lentamente a nuestros bebés, todo por pura y simple ignorancia, por creer que eso del ambiente nada tiene que ver con nosotros. Otro caso alarmante es el de Guapi, un lugar donde abundaban las frutas y los peces y que hoy registra un alto nivel de desnutrición infantil. El Gobierno, con sus fumigaciones irresponsables e indiscriminadas, y la minería (legal e ilegal) lo han contaminado todo. Los ríos y los árboles ya no dan comida y sus habitantes pasaron del paraíso terrenal a vivir en un infierno postapocalíptico, en el que predominan el hambre y la miseria. Otro caso que se me viene a la mente es el de la agonía del río Meta y la prematura muerte del río Tunjuelito. El primero medía de ancho lo de dos canchas de fútbol y ahora no alcanza ni a tener el de una mesita de ‘pingpong’, y el segundo pasó de proveer el agua que bebían los bogotanos a convertirse en su excusado.
Para que sigan calculando el daño ambiental de nuestro estilo de vida, según la lista de animales y plantas extintas de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza, en los últimos 150 años han desaparecido cerca de 420 especies de animales y 200 de plantas. Y cada pieza de este enorme rompecabezas de la evolución que falte significa que el libro de la vida, tan perfectamente escrito y del cual todos dependemos, pierde su equilibrio y su armonía.
Un mundo en el que todo es desechable, en el que priman la comodidad, el lujo y la productividad como ideales sobre la vida, solo puede ser salvado por un milagro de la evolución de la conciencia de cada quien. Y ese milagro de la evolución en esta oportunidad requiere una revolución muy personal e interior de la forma de vivir y de nuestro pensamiento. Tenemos que aprender a preferir lo orgánico, rechazar todos los elementos sintéticos, comprar solo cuando sea realmente necesario, disminuir o abolir el consumo de productos de origen animal, minimizar al máximo el uso de los derivados del petróleo, acercarnos a la naturaleza y entenderla nuevamente, proteger el agua y los bosques, vivir de manera sencilla y local (sin perder la perspectiva de red que tiene todo el mundo), darles prioridad a todas las clases y formas de vida y a los elementos que la sustentan. Con tan solo supeditar nuestras decisiones de compra a tres preguntas sencillas: ¿realmente lo necesito?, ¿es biodegradable u orgánico? y ¿cuál es el daño ambiental para su producción?, o con realizar uno solo de dichos cambios, estaremos haciendo algo que puede parecer pequeño, pero que tendrá un impacto gigantesco.
Ojalá que nuestros hijos nos sepan educar en temas ambientales. Ojalá que ellos sí se cuestionen la vida que llevamos y que les estamos enseñando como máximo ideal, porque a nosotros, como padres, malos padres que somos, la tarea de legarles un planeta nos quedó demasiado grande.